Reconociendo sus riesgos de responsabilidad civil: una guía para centros religiosos en España

En los últimos años, hemos asistido en España a un aumento significativo de la atención mediática y jurídica sobre centros educativos y residencias vinculados a instituciones religiosas o de inspiración cristiana. Han salido a la luz casos de presuntas agresiones dentro del entorno escolar, situaciones de negligencia en la atención a menores o personas mayores, e incluso conflictos derivados de decisiones de gestión que han desembocado en dimisiones o procedimientos judiciales.

Estos acontecimientos, más allá de su dimensión penal o mediática, han puesto en evidencia una realidad jurídica ineludible: hoy, las instituciones religiosas están sujetas a los mismos criterios de responsabilidad que cualquier otra organización. La idea, otrora extendida, de que su carácter benéfico o espiritual las protegía frente a ciertas reclamaciones, ha quedado superada por la práctica judicial. La ley, y con ella la opinión pública, exige una respuesta clara, transparente y diligente ante cualquier posible daño causado, sea por acción u omisión.

En este nuevo escenario, es fundamental que parroquias, colegios, casas de espiritualidad, residencias y otras entidades vinculadas a la vida religiosa entiendan con claridad los riesgos legales a los que están expuestas. No se trata de actuar con miedo, sino con responsabilidad. La buena voluntad y la vocación de servicio siguen siendo el corazón de su misión, pero deben ir acompañadas de una gestión profesional que prevenga situaciones de riesgo y garantice la protección de las personas y de la propia institución.

Este artículo ofrece una guía introductoria a los principales ámbitos de responsabilidad civil que afectan a centros religiosos en España, ilustrando los riesgos más comunes y proponiendo medidas para afrontarlos con prudencia y eficacia.

Los motivos más frecuentes de reclamación

La mayoría de las demandas contra centros religiosos en España se producen en el ámbito de la responsabilidad civil extracontractual, es decir, cuando se causa un daño sin que exista un contrato entre las partes. Este daño puede derivarse de una negligencia, de una acción intencionada o de una omisión relevante. También hay demandas por incumplimientos de contratos, como acuerdos con proveedores o servicios contratados.

Es importante entender que para que una demanda prospere no siempre es necesario que haya habido una acción dolosa. Basta con que se haya incumplido el deber de cuidado o no se hayan previsto las consecuencias previsibles de una actividad. Así, una escalera sin barandilla, una actividad sin supervisión o un vehículo mal asegurado pueden convertirse en el origen de una reclamación.

En todos los casos, las consecuencias legales y económicas pueden ser muy importantes, incluso si el centro finalmente no es declarado culpable.

Las demandas no son solo costosas económicamente

Una demanda, aunque no prospere, puede tener un coste emocional y organizativo muy alto. El proceso legal exige tiempo, atención, recursos, y puede generar tensiones internas en la comunidad. Además, los costes de defensa legal, los posibles daños indemnizatorios, y en algunos casos las indemnizaciones punitivas, pueden comprometer seriamente la estabilidad de una institución.

Se han dado casos en los que demandas aparentemente menores han superado los cien mil euros en gastos legales e indemnizaciones, y han requerido años de procedimiento. A esto se suma el impacto sobre la reputación del centro, que puede perder la confianza de feligreses, padres, voluntarios o entidades colaboradoras.

Dónde se concentran los riesgos más habituales

Uno de los ámbitos más sensibles es el de las instalaciones. Los edificios religiosos y educativos deben cumplir con las normas de seguridad y accesibilidad. Un resbalón por el hielo mal retirado, una electrocución por una fuente mal aislada o la caída de una persona mayor en un escalón suelto son ejemplos reales de situaciones que han derivado en demandas contra instituciones religiosas. La falta de mantenimiento, señalización o prevención puede convertirse en una causa de responsabilidad.

Otro foco de riesgo importante son las actividades organizadas fuera o dentro del centro: campamentos, excursiones, fiestas parroquiales, juegos, celebraciones, actividades deportivas o encuentros juveniles. Todas estas acciones, si no cuentan con supervisión suficiente, personal formado o protocolos adecuados, pueden generar incidentes con consecuencias graves.

Tampoco debe olvidarse el papel de los centros como empleadores. Las relaciones laborales incluyen obligaciones legales que abarcan desde la prevención de riesgos y la cobertura de accidentes hasta la protección frente a posibles despidos improcedentes, acoso laboral o discriminación. La ley no hace excepciones por la naturaleza religiosa del empleador. Además, si un trabajador del centro causa un daño en el ejercicio de sus funciones, la entidad puede ser declarada responsable subsidiaria.

El uso de voluntarios, tan extendido en las organizaciones religiosas, también conlleva riesgos. Muchos de ellos realizan tareas exigentes —desde obras hasta cuidado de menores— sin tener formación específica ni cobertura suficiente. Las caídas desde una escalera, los cortes con herramientas o incluso el uso inadecuado de vehículos han sido origen de demandas. Aunque el voluntariado es un tesoro, su gestión no puede basarse solo en la buena voluntad.

Y precisamente los vehículos, sean propios, alquilados o prestados, son una fuente frecuente de problemas. En muchos centros, los desplazamientos a actividades se realizan con coches particulares o furgonetas alquiladas, y en ocasiones con voluntarios al volante. Cualquier accidente puede acarrear responsabilidades, especialmente si hay menores implicados o si no se han tomado las medidas mínimas de seguridad.

Una de las áreas más graves es la de los abusos sexuales. Las instituciones que trabajan con menores deben contar con protocolos estrictos para prevenir, detectar y actuar ante cualquier indicio de abuso. No basta con la buena intención: la ley exige diligencia en la contratación, supervisión y respuesta. Las demandas por abuso no solo suponen un desastre jurídico y económico, sino un drama humano irreparable.

Tampoco deben perderse de vista las posibles demandas por difamación, intromisión en el honor o la intimidad. Un comentario desafortunado en una homilía, una publicación en redes sociales o una carta dirigida a los padres pueden ser interpretados como ofensivos o vulneradores de derechos.

Los miembros de juntas directivas o patronatos también pueden ser objeto de reclamaciones si toman decisiones que superan sus competencias o gestionan de forma negligente los recursos de la entidad. En algunos casos, incluso con buena fe, se han producido errores costosos por no revisar contratos o sobrepasar los límites presupuestarios aprobados.

En el ámbito escolar, los colegios religiosos deben prestar especial atención a la igualdad de trato, los protocolos de admisión y el cumplimiento del derecho a la educación. También aquí se han presentado demandas por discriminación, acoso escolar mal gestionado o decisiones arbitrarias en la concesión de becas.

Finalmente, pueden surgir disputas por la propiedad de terrenos, problemas de ruidos con vecinos, contaminación, o incluso reclamaciones por el uso indebido de contenidos protegidos por derechos de autor.

El nuevo desafío de la ciberseguridad

La vida digital también ha llegado a los centros religiosos: bases de datos con donantes o alumnos, redes sociales, sistemas contables online… Todo esto implica un riesgo creciente de ciberataques o pérdida de datos sensibles. La protección de la información ya no es solo una cuestión tecnológica, sino legal. Una filtración de datos personales puede suponer sanciones por vulneración del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD). Es fundamental contar con sistemas seguros, protocolos de uso y formación básica del personal.

Cómo actuar ante estos riesgos

El primer paso para proteger adecuadamente a una institución es asumir que el riesgo existe. No se trata de adoptar una postura alarmista, sino de reconocer que el entorno actual —social, jurídico y mediático— exige a las entidades religiosas un nivel alto de diligencia y profesionalidad. Desde esta conciencia, es posible tomar decisiones informadas que reduzcan la exposición a problemas legales.

La gestión del riesgo se puede abordar desde distintas estrategias, que no son excluyentes entre sí. En primer lugar, hay actividades cuya peligrosidad o complejidad puede justificar su eliminación. Si un centro no cuenta con los medios humanos, materiales o formativos para garantizar la seguridad de una determinada acción —por ejemplo, un campamento con actividades acuáticas sin personal especializado—, lo más prudente puede ser descartarla o replantearla en otro formato.

En otros casos, el camino más razonable es el del control. Esto implica diseñar protocolos claros, mantener las instalaciones en condiciones óptimas, formar adecuadamente al personal —tanto contratado como voluntario— y supervisar de forma constante el cumplimiento de las medidas de seguridad. La prevención no se basa solo en el sentido común, sino en el desarrollo de una cultura organizativa que priorice la protección de las personas y la anticipación a los errores.

Otra herramienta imprescindible es la transferencia del riesgo a través de pólizas de seguros. Contar con un buen seguro de responsabilidad civil permite que, en caso de incidente, la organización esté cubierta frente a los costes económicos derivados de posibles reclamaciones. Ahora bien, ningún seguro sustituye una mala gestión. Las aseguradoras valoran cada caso en función de la diligencia previa demostrada por la entidad, y pueden rechazar coberturas si detectan negligencias graves o incumplimientos de contrato.

Por eso, el enfoque más eficaz es siempre el que combina prevención, formación y cobertura. No basta con tener un seguro si no se revisan los contratos que se firman, si no se documentan las actividades o si no se forma al equipo sobre los protocolos existentes. De igual forma, no basta con tener buenas intenciones si no se acompañan de procedimientos claros y actualizados.

¿Qué hacer ante un incidente?

Ante cualquier incidente que pueda derivar en una reclamación —ya sea un accidente, una queja formal o una sospecha grave— lo primero es documentar todo con precisión. A continuación, debe notificarse al seguro con la mayor celeridad posible. No conviene esperar a recibir una demanda formal.

Es importante no asumir responsabilidades ni hacer promesas que puedan interpretarse como admisión de culpa. Tampoco debe alentarse a terceros a demandar como solución. La aseguradora, en coordinación con sus abogados, valorará si conviene llegar a un acuerdo o acudir a juicio. En cualquier caso, la cooperación con la aseguradora es esencial, tanto para garantizar la cobertura como para reducir los daños.

En la práctica, la mayoría de los casos se resuelven fuera del juzgado. Pero el modo en que se gestionan los primeros pasos puede marcar la diferencia.

Conclusión

Reconocer los riesgos no significa desconfiar de las personas, sino protegerlas mejor. Implica adoptar una cultura de cuidado y responsabilidad que abarque desde la gestión cotidiana hasta la respuesta ante incidentes. Solo así es posible sostener una misión que se proyecta hacia el bien común con credibilidad y confianza.

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